Despertó en su cama después de una semana de mucho trabajo. Llevaba varios días sin poder dormir, podía apreciarse en sus apagados ojos que marchitaban todo a su alrededor. Salió de casa para hacer unos recados, el cielo estaba nublado, al igual que sus pensamientos. Se avecinaba una gran tormenta, pero no le importaba, tenía que solucionar varias cosas y no podía perder el tiempo en su casa; o al menos eso es lo que pensaba en ese momento.
Empezaron a caer las primeras gotas de lluvia en esa fría mañana. Faltaba poco para llegar a su destino, pero de repente el cielo se derrumbó, cayendo sobre sus frágiles hombros.
Empezó a correr guiado por su instinto y su húmedo corazón. El tiempo pasaba más rápido de lo habitual, la oscuridad de la noche llegaba de nuevo y amenazaba con arrasar todo lo que se encontrara a su paso. Corrió con el corazón en la mano, la oscuridad le atemorizaba y ansiaba escapar de aquella pesadilla que parecía interminable.
Miles de dudas empezaron a empujarlo hacia el abismo, pero entonces se preguntó: ¿por qué estoy huyendo? Se detuvo sin pensarlo dos veces y, lentamente, se dio la vuelta. Fue entonces cuando sus apagados ojos empezaron a iluminarse. Las nubes de sus pensamientos se desvanecían junto a la oscuridad que le rodeaba.
La pesadilla de la que estaba huyendo ahora la tenia frente a sus ojos. Era alguien que conocía desde hace mucho tiempo pero que nunca le prestó atención, alguien que había estado siempre a su lado tanto en los buenos como en los malos momentos, alguien con el que había compartido tanto sus sueños cómo sus frustraciones, ese alguien del que huía... era él mismo.